De adolescente
nunca me había atraído esquiar. De hecho, empecé muy mayor, con mi marido. Él quería
probarlo y nos gustó. Bueno… nos atrapó. Al principio estaba atenta constantemente
a todo. Mis pies, las botas, mis rodillas, los palos, las gafas, cómo poner los
esquís… preocupada por no caerme en el telearrastre o telesilla de turno y
quedarme allí colgada con toda la gente mirándome. La previsión era que nos
parábamos a media pista (verde o azul, no alucinéis, como mucho una roja) y nos
esperábamos con mi marido. Yo alucinaba cuando veía a bólidos de 4 o 5 años que
ni se preocupaban si la pista que pillaban era verde o negra.
Ahora lo último
que me preocupa son mis palos, mi estabilidad o si las botas me aprietan o no.
Soy capaz de bajar la pista, móvil en mano para gravar a una de las mellizas.
No sólo llevo mis palos en el telearrastre, sino que llevo los de una peque y
encima soy capaz de girarme para ver que me sigue y no se ha caído. Lo último
que me importa en el telesilla en pensar si alguien va a verme si me caigo.
Sujeto mis palos, los de la niña, con la otra mano la sujeto a ella. Con esa
mano –semilibre- la ayudo a subir y a bajar
y… ¡milagro!, no nos hemos caído. Al principio nos seguían bien bajando las
pistas, pero ahora ya van de “sobradas” y tengo que acelerar para perseguirlas.
Mientras descansamos un momento, compruebo que su casco está bien puesto y que sus
guantes no lleven nieve dentro.
Y sé, con cierta
envidia, que dentro de poco ellas ni se plantearan si la pista que bajan es
verde o roja y que yo iré detrás suyo, volviendo a concentrarme en cómo tengo
que hacer los giros para no terminar con el culo en el suelo sin poder
levantarme.
Las mamás tienen súper poderes ;)
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